San Judas Tadeo
Patrón de los desesperados o de los que o de los que padecen tribulaciones
por el padre John M. Lozano, CMF
De entre todos los hechos prodigiosos que a través de los años las personas devotas han atribuido a San Judas, quizás el mayor de todos sea la devoción que la gente siente por él. Aunque algunos de los principales santos de la iglesia— S. Ambrosio, S. Jerónimo, y, en particular, S. Bernardo de Claraval—dejaron testimonios de admiración hacia S. Judas, y otros como Santa Brígida de Suecia se distinguieron por su devoción, ésta no llegó a difundirse hasta el presente siglo. Hay personas que opinan que la falta de atención a S. Judas se debió a que la gente lo confundía con Judas Iscariote, aquel que traicionó a Jesús. Cualquiera que sea el motivo, la devoción popular a S. Judas no es un fenómeno reciente, sino que se ha desarrollado de una manera notable, convirtiéndose en la devoción más ardiente hacia un santo de la iglesia católica, a excepción de la devoción a María, la Madre del Señor.
¿Quién es S. Judas?
¿Quién es este S. Judas que inspira tal confianza y devoción? ¿Quién es este santo al que tantas personas acuden en la actualidad para recibir ayuda?
S. Judas—uno de los doce apóstoles y hermano de Santiago el Menor—es, en muchos sentidos, una misteriosa figura. Aparece en el relato evangélico y desaparece de éste en la forma de un personaje
oscuro, casi como si, deliberadamente, tratase de sumir su propia personalidad en la de Cristo en lugar de atraer atención alguna hacia sí mismo. Este carácter oculto propiamente dicho es uno de los motivos de que permaneciera desconocido y olvidado durante tantos siglos.
Sin embargo, durante el lapso de años que han seguido a la vida y muerte de Jesús y sus apóstoles se ha acumulado en torno a la vida de S. Judas una cantidad considerable de tradición y leyenda, que ha hecho posible a los historiadores el reconstruir muchos fragmentos de información para brindar una imagen inteligible de este gran santo. No pretendemos aquí ofrecer una historia exacta ni científica de S. Judas, aunque sí hemos estudiado minuciosamente los datos disponibles acerca suyo. Más bien nuestro objetivo consiste en presentar una obra devota para conocimiento del lector.
En los evangelios, S. Judas aparece vinculado a Santiago el Menor como “hermano del Señor”—una expresión que en la costumbre judía puede dar a entender una relación de parentesco muy cercana, como la de primos. Cuando el pueblo de Nazaret observó la gran sabiduría y las facultades sobrenaturales que poseía Jesús, comenzaron a preguntarse los unos a los otros con asombro e incredulidad:—¿No es este acaso el carpintero, el hijo de María, y el hermano de Santiago y de José, y de Judas y de Sirnón?—(Mc 6,3; Mt 13,55). Con esto parece verse claramente que a Judas, o a S. Judas, se le conocía bien en Nazaret y sus alrededores. En la lista de los doce apóstoles que se halla en el evangelio de S. Marcos, Santiago, el hijo de Alfeo, se manifiesta relacionado con S. Judas (Mc 3,18; Mt 10,3). La epístola que se atribuye a S. Judas también se refiere a él como “siervo de Jesucristo y hermano de Santiago” (Jds 1,1). Quizá sea por esto que S. Lucas le llame “Judas de Santiago” con el significado insólito de S. Judas, el hermano (en vez del hijo) de Santiago, puesto que Santiago era una figura prominente más conocida y a quien se otorgaba sumo respeto en la primera iglesia de Jerusalén (Lc 6,16; Act 1,13).
Hay otro pasaje evangélico que nos revela que se llamaba María a la madre de Santiago y S. Judas, que ella había seguido a Jesús durante su peregrinaje por Galilea y que, finalmente, había presenciado la crucifixión y muerte del Redentor (Mc 15,40; Mt 17,56). De este modo, María, la madre de Santiago y S. Judas, no es únicamente que tuviese parentesco con el Señor, sino que además se mantuvo como su discípula fiel inclusive hasta su muerte en la cruz. En el evangelio de S. Juan encontramos a una cierta María, la esposa de Cleofás, al pie de la cruz junto a la madre acongojada (Jn 19,25). En uno de los muchos intentos de compaginar las distintas narraciones evangélicas, algunos han tratado de hacer ver que María la de Cleofás era la misma persona que la madre de Santiago y José (y por lo tanto de S. Judas). A esta noción se opone el hecho de que al padre de Santiago y de S. Judas se le llama en todo momento Alfeo, y no existe nada en los evangelios que nos dé derecho a pensar que éste tuviera dos nombres. Además, no es sólo que María fuese un nombre muy común, sino que queda asimismo evidente que la lista de mujeres que fueron testigos de la pasión del Señor es incompleta y varía de una tradición evangélica a otra. En cualquier caso, sabemos que María, la madre de Santiago y S. Judas, estaba presente durante la pasión y muerte del Señor y que, en el evangelio de S. Juan, no únicamente se muestra a la madre de Jesús como creyente modelo, sino también a las otras mujeres que la acompañaban.
Tanto en el evangelio de S. Marcos como en el de S. Mateo, a S. Judas se le llama “Tadeo” quizá para distinguirlo de Judas Iscariote, el traidor. En algunas de las primeras versiones del evangelio de S. Mateo, a S. Judas se le llama también “Lebeo”. Aparentemente, el nombre de Tadeo proviene de la palabra aramea Taddai, la cual significa “hombre de pecho abierto (generoso o valeroso)”, en tanto que “Lebeo”, proveniente de la palabra hebrea leb (corazón), significa “cordial” o “sincero”, de modo que puede ser que los dos nombres sean formas diferentes de decir casi lo mismo.
Como primo de Jesús, S. Judas tuvo que haber nacido y haberse criado muy cerca del Señor. Tanto el uno como el otro vivían en Nazaret o sus inmediaciones (Mc 6,3). Aunque no sabemos cuál de ellos nació primero, debieron haber tenido aproximadamente la misma edad. Es muy probable que ambos jugasen juntos en casa de José o de Alfeo. Los dos asistían con frecuencia en compañía de sus respectivos padres a los oficios religiosos en la sinagoga y tanto el uno como el otro se iniciaron en la vida y descubrieron la belleza de los campos de Galilea, el cantar de los pájaros y las emociones de la adolescencia. Se nos dice que Jesús crecía en sabiduría y edad, y en gracia ante los ojos de Dios y de Su pueblo (Lc 2,52). Su humanidad se revelaba en la luz profunda e íntima que lo llevaba a desarrollar una infinita caridad y a sentir un respeto inmenso hacia su Padre celestial. S. Judas tuvo que haber presenciado este crecimiento en perfección humano de Jesús.
Como todo judío de su época que se preciara como tal, S. Judas debió haber aprendido una profesión. El pueblo judío siempre ha percibido la necesidad a contribuir al desarrollo de la creación mediante el trabajo manual. Junto con esto, las condiciones sociales hacían preciso que la mayoría de la gente tuviese que trabajar mucho para ganarse la vida a duras penas. Desconocemos la profesión que tenía S. Judas. Un día, tuvo que llegar a los oídos de Jesús que su primo Judas iba a contraer matrimonio. A ojos de los judíos, el matrimonio era una obligación religiosa, siendo la costumbre que los hombres se casaran a eso de los 18 años de edad. La tradición eclesiástica más reciente, que siempre presentaba a S. Juan como el discípulo virginal, apuntó también que todos los demás miembros del grupo de los doce apóstoles eran hombres casados. Sin duda Jesús asistió a las festividades nupciales con los familiares y amigos del novio. La novia, ataviada con joyas y modestamente cubierta con un velo, fue conducida a la casa de Judas en medio de canciones y baile. La gente iba y venía. Jesús debió sonreír con la felicidad de su primo. Más adelante, por toda la casa del hijo de Alfeo se escucharían las voces y los llantos de los niños.
El discípulo y amigo de Jesús
Cuando Jesús tenía aproximadamente 30 años de edad, dejó a su familia y se puso en camino hacia Judea donde un profeta, Juan, había comenzado a predicar la proximidad del “Día del Señor” y estaba bautizando a aquellos que aceptaban su mensaje de arrepentimiento. Jesús también recibió el bautismo de Juan en el río Jordán. Al poco tiempo de ello, regresó a Galilea con el objeto de iniciar su peregrinaje. Anunció el advenimiento del reino de Dios, es decir, la intervención decisiva de Dios en la historia de los seres humanos para redimir a toda persona, exhortando Jesús a las gentes a que se convirtieran a fin de recibir la oferta misericordiosa de Dios. Éste fue un mensaje de liberación que recalcó, de forma bastante diferente a los sermones vehementes de Juan, la revelación de la piedad de Dios. Jesús proclamó el perdón de los pecados y curó a multitud de enfermos. En verdad estaba haciéndose visible entre ellos la gracia de Dios.
Un grupo de galileos, tanto hombres como mujeres, se dispusieron a seguirle, esto es, se convirtieron en sus discípulos. Entre ellos se encontraba S. Judas y, como ya hemos visto, María, la madre de S. Judas, quienes iban y venían en pos de Jesús, el Maestro. S. Judas tuvo que alejarse de su esposa y de sus hijos de temprana edad. No resultó una separación total porque al principio el grupo se desenvolvía dentro de un área más bien limitada de Galilea, parando a menudo en sus propios hogares. No obstante, a partir de este momento S. Judas, debido a que creía en el mensaje de Jesús, era ante todo discípulo de éste. Con Pedro, Santiago el Mayor y Santiago el Menor, Juan, María Magdalena y otras mujeres tales como la viuda de Chuza, S. Judas aprendió muchísimo acerca de la piedad y la providencia del Padre celestial, sobre la generosidad y la caridad hacia el prójimo y, en especial, acerca de la caridad hacia los pecadores, los marginados y los enfermos. Con Jesús no sólo entró en las sinagogas, sino también entró en las casas de los recaudadores de impuestos, viajó a través de los caminos polvorientos de Galilea y de las tierras circundantes y se sentó con Jesús a orillas del lago de Genesaret. Con frecuencia tenía que proteger a su primo de las muchedumbres que entusiasmadas se apiñaban en torno suyo. Éste fue su período de formación para el apostolado.
S. Judas, más estrechamente que nunca antes, se convirtió en ese período en amigo de Jesús. S. Marcos nos dice que Jesús convocó a doce apóstoles “para que le acompañaran” (Mc 3,14). Existía un profundo vínculo de comunicación entre Jesús y estos hombres y mujeres que compartían su labor y sus fatigas y que ansiosamente esperaban con fe y esperanza el reino de la gracia divina. S. Marcos dice que en una ocasión Jesús afirmó que su verdadera familia se componía de individuos como éstos, quienes estaban siguiendo la voluntad de Dios; es decir, quienes aceptaban el mensaje de que el Padre ha dispuesto nuestra salvación (Mc 3,34-35). S. Judas pasó de ser un familiar de Jesús según el parentesco carnal, convirtiéndose en su hermano en el Espíritu.
El ministerio de la gracia de Dios
Un día Jesús convocó al mismo tiempo a los doce apóstoles y los envió por los senderos de Dios para que anunciaran la llegada del reino de Dios y para que, de manera visible, manifestasen este reino curando a los enfermos (Mc 6,7; Mt 10,6-8). Éstos se pusieron en camino de dos en dos. No se sabe quién era el compañero de S. Judas durante este primer ministerio. En pueblos y villas proclamaban la oferta misericordiosa de redención de Dios y llamaban a la conversión a los que les escuchaban. Curaban a los enfermos y aceptaban la hospitalidad de aquellos que los acogían, aunque no admitían remuneración alguna por su ministerio. Dirigían su mensaje sobre todo a las ovejas descarriadas de la casa de Israel y, por supuesto, hablaban de Jesús.
Su experiencia tuvo que haber sido muy parecida a la de los 70 discípulos de los cuales el único que da descripción alguna es S. Lucas (Lc 10,17-20). Regresaron de su misión cansados pero llenos de júbilo porque habían visto que hasta los mismísimos demonios se les sometían y que los enfermos recobraban la salud cuando ellos imploraban el nombre de Jesús.
Los discípulos indigentes y débiles
Sin embargo, llegó el día en que Jesús, con resolución, se puso en camino hacia Jerusalén. Los discípulos comenzaron a preocuparse porque habían captado el sabor de algo siniestro en las palabras de Jesús, hasta el punto de que uno de ellos, Pedro, tratase de persuadirle de que no fuera allí. No obstante, al final, S. Judas, al igual que el resto de los demás, le siguió. En Jerusalén fueron testigos de la entrada de Jesús en la ciudad santa y el templo. Prepararon la cena pascual y por última vez se sentaron a la mesa con el Señor. Con esta cena, el deseo de Jesús era el de simbolizar la gracia del banquete en el reino de Dios, vinculando en la misma su propio ser con sus discípulos en presencia del Padre. Este pan que estoy partiendo es mi cuerpo; esta copa de vino es mi sangre; tomad y comed. S. Juan escribe que S. Judas fue quien le planteó a Jesús la pregunta que se ha repetido en el pensamiento de los cristianos a través de los siglos:—Señor, ¿qué ha sucedido para que hayas querido manifestarte a nosotros y no al mundo?—(Jn 14,22). Jesús le respondió hablando del amor del Padre hacia todos aquellos que amasen al Hijo (Jn 14,23). Indudablemente, en ese momento ni S. Judas ni los otros pudieron comprender el significado profundo de estas palabras y gestos de caridad. Más adelante, después de la ascensión de Jesús y de que ellos hubieron recibido el Espíritu, lo entenderían. Algunas horas más tarde se llevaron a Jesús, y a S. Judas, su primo, le entró temor por su propia vida y huyó en busca de guarida. Sin embargo, la madre de S. Judas y las demás mujeres que permanecieron junto a la Santísima Madre se quedaron a presenciar la tragedia de la cruz. Las mujeres serían además las que primero llevasen el mensaje de la Resurrección a los hombres (quienes habían huido para encontrar refugio).
La Vida y las leyendas
Llegados a este punto, las vidas de los hombres y las mujeres que acompañaron a Jesús en su peregrinaje tienden a desaparecer en las sombras. Se sabe algo acerca de Pedro y de Santiago el Menor. De los demás se conoce mucho menos, aunque el ambiente al que dedicaron el resto de sus vidas es consabido. Se conoce que los discípulos llegaron a ser gradualmente más conscientes de que ya formaban el Pueblo de Dios en su expresión definitiva. Su esperanza se centró en el regreso del Señor, un acontecimiento que ellos pensaban iba a tener lugar pronto. Los discípulos de idioma y pensamiento helénico, menos apegados a las costumbres judías, sufrieron persecución y Esteban murió apedreado. S. Judas se reunía con frecuencia con otros de los que fueron testigos de la Resurrección y con el resto de los creyentes para conmemorar el peregrinaje de Jesús y celebrar la cena eucarística. La presencia de Jesús Resucitado se experimentaba vivamente. Algunos de los discípulos, la mayoría de origen helénico, que tenían problemas en Jerusalén, comenzaron a evangelizar Samaria. Pronto surgió el difícil problema de la incorporación de los gentiles a una iglesia formada por judíos. La guerra de rebelión contra Roma y la destrucción de Jerusalén resultaron acontecimientos muy penosos para S. Judas y los demás discípulos, aunque la experiencia les ayudó a entender la misión universal de la iglesia.
Desde este momento en adelante, la vida de S. Judas se ve embellecida con ciertas antiguas leyendas. Una de las más famosas hace referencia a la curación del leproso Abagaro, rey de Edesa, en Mesopotamia. Se nos ha dicho que llegó al conocimiento del rey el renombre de las curaciones que obró Jesús. Abagaro envió a un cierto Ananías para que invitara a Jesús a visitarle. Jesús, según relata la historia, instó a Abagaro a que tuviese fe, prometiéndole que más adelante uno de sus discípulos visitaría al rey. Abagaro, alentado por la respuesta, envió a un pintor para que hiciera un retrato de Jesús, pero el desdichado artista era incapaz de pintar. Jesús, conmovido por compasión, se pasó un manto por la cara y en dicho manto se estampó su retrato. Son visibles los puntos de contacto con la tradición de la Verónica. Esta tradición popular no dice quién llevó el retrato de Jesús a Abagaro, aunque sí afirma que el mismo S. Judas fue a Edesa. Sus sermones y las numerosas curaciones dieron como resultado final muchas conversiones al evangelio. Esta tradición se encuentra ya, aproximadamente hacia el año 325 a.c., llegándonos de uno de los primeros historiadores de la iglesia, Eusebio, obispo de Cesárea. Eusebio afirma que la había traducido del sirio al griego (Historia Eclesiástica I, cptlo. 13; II, cptlo. 1).
A partir de esa narración legendaria se saca la representación tradicional de S. Judas con un grabado de Jesucristo sobre el corazón. Resulta adecuado que, al olvidado santo, cuyos años iniciales de vida sin duda alguna tuvieron muchos contactos personales con Jesús, se le represente a través de los siglos con una imagen de su primo y maestro cerca del corazón.
La aventura en Persia
Otro de los relatos acerca de S. Judas cuenta del tiempo en que él y S. Simón—cuya festividad se celebra con la de S. Judas el 28 de octubre—estuvieron en Persia.
Por aquel entonces, el comandante en jefe de los ejércitos babilónicos, general Varardach, estaba preparándose para entablar batalla contra poderosos invasores procedentes de la India. Como era costumbre, por mediación de los magos de la corte, Zaroes y Arfaxat, el general recurrió a los dioses paganos solicitándoles información sobre el resultado del inminente combate militar, pero no recibió respuesta alguna. Como creían que los dioses estaban guardando silencio debido a que S. Simón y S. Judas se hallaban en el área, los magos pidieron a Varardach que trajese a los dos apóstoles ante la corte.
—¿Qué misión les trae por aquí?—Preguntó el general babilónico.
—Ustedes tienen gran poder, pues han silenciado a nuestros dioses—dijo Varardach—así que les pido que me digan cuál va a ser el resultado de la batalla—.
Los apóstoles se negaron a contestar pero dieron permiso a los ídolos para que esta vez respondieran a los magos. La respuesta de los falsos dioses fue que habría una guerra larga y penosa con muchísimo sufrimiento y muerte por parte de ambos contendientes.
Atemorizado, el general volvió a acudir a los apóstoles quienes le tranquilizaron,—“Tus ídolos mienten, pues mañana, a esta misma hora, se presentarán emisarios de tu adversario pidiendo la paz bajo tus condiciones”—.
Sin saber a quién recurrir frente a estas versiones contradictorias, Varardach mandó que se detuviera tanto a los apóstoles como a los magos hasta el día siguiente a fin de averiguar si S. Simón y S. Judas estaban en lo cierto.
Tal y como lo predijeron los apóstoles, a la misma hora vinieron embajadores de paz de parte del enemigo, solicitando un tratado de paz bajo las condiciones del general.
—Pongan en libertad a estos hombres—ordenó Varardach, refiriéndose a S. Simón y a S. Judas. Y añadió,—Den muerte a Zaroes y a Arfaxat—.
—No, perdónales la vida—insistieron los apóstoles. —Hemos venido a dar vida no a destruirla—.
Sorprendido del modo de obrar de S. Simón y S. Judas, e impresionado por el hecho de que rechazasen recompensa alguna en pago de sus servicios, Varardach los introdujo a la corte del rey de Babilonia.
Nuevamente, los apóstoles se enfrentaron a la oposición y la magia demoníaca de Zaroes y Arfaxat, quienes, a pesar de que S. Simón y S. Judas les habían salvado la vida, aborrecían a los dos discípulos de Jesucristo porque habían triunfado sobre sus dioses paganos. No obstante, en presencia de la totalidad de la corte persa, los dos santos superaron el poder de los brujos y permanecieron muchos meses en Persia, convirtiendo al rey y a millares de sus cortesanos, al tiempo que curaban a muchos enfermos y ayudaban a muchas personas en el nombre de Cristo.
La última jornada
De acuerdo a las tradiciones populares que hemos venido siguiendo, S. Judas continuó haciendo viajes como misionero durante muchos años, convirtiendo vastos números de personas en Mesopotamia, Armenia, Persia e incluso es posible que en el sur de Rusia.
Durante la última jornada a la que le enviara su divino primo, una turba de idólatras, a la que probablemente incitaran Zaroes y Arfaxat, se le echó encima, apaleándole hasta la muerte con garrotes. Hoy en día, casi 20 siglos después, al apóstol todavía se le representa con un garrote en memoria de su martirio.
Otro símbolo que en ocasiones se asocia con S. Judas es el hacha, puesto que después de haber sido aporreado hasta la muerte fue decapitado con un hacha. Asimismo, con frecuencia aparece una llama cerniéndose sobre la cabeza de S. Judas, simbolizando el hecho de que él fue uno de los apóstoles en los que descendiera el Espíritu Santo en la forma de lenguas de fuego; además representa el don de la comunicación políglota que se concedió a los apóstoles en ese momento.
Ya durante siglos, los restos mortales tanto de S. Simón como S. Judas han yacido en la iglesia matriz de la cristiandad, la basílica de S. Pedro en Roma. Remontándonos hasta el año 1548, encontramos una crónica que dice que el papa Pablo III otorgaba indulgencias plenarias a aquellos que visitaban la tumba de S. Judas el día de su festividad, el 28 de octubre.
El historiador Eusebio, en esta ocasión citando a Hegésipo (muerto el año 180 a.c.), remite una tradición concerniente a los nietos de S. Judas. Aparentemente, el emperador Domiciano se enteró de que había miembros de la familia de Jesús (y, en consecuencia, del linaje de David) viviendo en Palestina. Los convocó a que comparecieran ante su presencia y los interrogó en cuanto a su posición en la vida y sus creencias. Estos eran labradores de poca envergadura que se ganaban el sustento y pagaban los impuestos que les correspondían cultivando pequeñas parcelas de terreno. Cuando Domiciano les pidió información acerca de Jesucristo y de su reino, los descendientes de S. Judas replicaron que el reino de Cristo era espiritual. El emperador los dejó ir en libertad y poco tiempo después cesó la persecución de los cristianos. Cuando regresaron a su tierra natal, los nietos de S. Judas reanudaron su misión de dirigir iglesias locales en Palestina, donde se les conocía y respetaba por su parentesco con el Señor y su testimonio de El (Historia Eclesiástica, III, 20).
La epístola de S. Judas
Entre los escritos del Nuevo Testamento que el Espíritu Santo ha inspirado para que sean pábulo y norma de nuestra fe, se halla una epístola supuestamente escrita por “San Judas, siervo de Jesucristo y hermano de Santiago”. Dicha epístola va dirigida a “aquéllos a los que Dios ha llamado; quienes han hallado el amor en Dios Padre y han sido protegidos de todo mal en Jesucristo”, es decir, a todos los cristianos (Jds 1,1). En la Biblia, esta epístola ocupa el penúltimo lugar entre los escritos del Nuevo Testamento y aparece inmediatamente a continuación de todas las demás epístolas y justo antes del libro del Apocalipsis. Constituye en sí un escrito breve, que consta de un solo capítulo compuesto de 25 versículos. Más que una epístola, es en efecto una amonestación a perseverar con firmeza en la fe de Jesucristo contra aquellos que pudiesen tergiversar o repudiar dicha fe.
Modernos eruditos dedicados al estudio de la Biblia han señalado que hay motivos válidos para sostener que no podría haber sido un apóstol el que escribiera esta epístola: 1) hace alusión a las predicciones de los apóstoles como si formasen parte de algo que perteneciera al pasado (Jds 1,17-18) y 2) considera la doctrina de la fe como un hecho ya establecido y consumado (Jds 1,3). Por esta razón, los eruditos han brindado básicamente dos soluciones a la interrogante en lo referente a la paternidad literaria de esta epístola. Algunos hacen una distinción entre un S. Judas, el hermano de Santiago, quien escribió la mencionada epístola, y otro S. Judas, como uno de los doce apóstoles. Otros ofrecen la sugerencia de que ciertas de las epístolas atribuidas a los apóstoles en realidad fueron escritas después de su muerte por discípulos que deseaban conservar con vida la doctrina apostólica en la iglesia. Dado que no existe argumento convincente que diferencie a los dos S. Judas, probablemente sea mejor considerar esta epístola como continuación por parte de algún discípulo de los sermones y exhortaciones del apóstol y familiar de Jesucristo. Algunos de los consejos que se encuentran en la epístola de S. Judas se repiten en la segunda epístola atribuida a S. Pedro.
El autor de la epístola se presenta a sí mismo como apóstol y siervo de Jesucristo. Los apóstoles son personas que pertenecen a Jesús Nuestro Señor de una manera muy especial porque Jesús los ha elegido para llevar a cabo una función especial dentro de la Iglesia. El autor también se identifica como hermano de Santiago, que era muy conocido por la función que desempeñó en la primitiva iglesia de Jerusalén y por el martirio que coronó su peregrinaje. S. Judas defiende la fe cristiana contra ciertos errores (como el gnosticismo) que habían empezado a filtrarse en ella. Él insiste en la perseverancia en la fe que los cristianos han recibido y alerta contra el culto supersticioso de los ángeles que el gnosticismo estaba diseminando. Este culto a veces situaba a estos espíritus en un puesto superior al del mismo Cristo.
La epístola prosigue a modo de exhortación a los fieles aconsejándoles que lleven una vida completamente cristiana, la cual se caracteriza mediante los siguientes elementos: 1) el aferrarse a la fe como cimiento de todo, y 2) el implorar en el Espíritu. Aquí S. Judas alude a algo que las primeras comunidades cristianas percibían profundamente y que constituye una cuestión en la que S. Pablo insiste: la plegaria es en todo momento la obra del Espíritu, el cual tiene su morada en nuestros corazones. Los cristianos no solamente rezan en el Espíritu cuando oran en otras lenguas ajenas a la suya propia (un fenómeno carismático corriente durante los principios de la iglesia), sino por igual siempre que dejan que el Espíritu del Señor los moldee y los guíe. La Epístola menciona asimismo un tercer elemento, en muchos sentidos más interesante: su amonestación a velar por el apostolado. Todos los cristianos reciben la llamada para confirmar a aquellos que dudan en la fe, para salvar a su prójimo del fuego de la condenación y para tratar con compasión aunque prudentemente a aquéllos que ponen en duda nuestra fe (Jds 1,22-23). Algunos han visto en esta epístola una reverberación y una extensión de la pregunta que S. Judas plantease a Jesucristo en el evangelio según S. Juan: ¿Señor, por qué no te revelas al mundo? En esa pregunta, por cierto, los santos Cirilo de Jerusalén y Cirilo de Alejandría sintieron que adivinaban el fervor apostólico del primo del Señor. Ciertamente, la epístola de S. Judas revela un gran amor a Dios y una tierna devoción hacia nuestro Señor Jesucristo.
El lugar que ocupan Los santos en la iglesia
Después de esta reseña rápida de la vida de S. Judas y de un repaso de las tradiciones populares acerca de su memoria en la iglesia, quedan pocos motivos para sorprenderse de que haya inspirado tan enorme devoción. S. Judas era un discípulo incansable que se entregó incesantemente a sí mismo a la causa de Cristo. Siempre estuvo muy cerca de Jesús, no sólo como su pariente, sino además como discípulo y apóstol que condujo a las iglesias cristianas y les dio aliento.
Ciertas personas tienen dudas acerca de si conviene expresar tal devoción mediante invocaciones o novenas. Otros parecen temer el que, al mostrar devoción por un santo, no importa qué tan próximo a Jesús estuviera, la gente concentre su atención en el santo, en lugar de en Cristo. Sin embargo y de hecho, este último caso debe ser raro. Los cristianos saben que hay un solo intercesor, Jesucristo, quien constantemente ora por nosotros al Padre.
Quizá resultaría adecuado y útil el rememorar aquí el consenso compartido entre las comunidades cristianas, no exclusivamente en la iglesia católica sino también en otras fes, en lo que respecta a la cuestión de la imploración a los santos. Esto ayudará a situar en la debida perspectiva la devoción a S. Judas, de forma que los católicos puedan desarrollar un tipo de devoción que sea aceptable tanto a S. Judas mismo como a Jesucristo, nuestro Señor.
Los santos son sobre todo modelos de la vida cristiana. Son discípulos de Cristo en quienes la gracia ha crecido hasta tal grado que son capaces de elevarse por encima de las debilidades humanas comunes. Ellos son producto de la gracia de Dios. Su entrada en la gloria no los ha separado de nosotros; por el contrario, ha hecho que se integren aun más profundamente en nuestras vidas en el mismo origen de las mismas. Esto constituye la doctrina universal en la Comunión de los Santos. Los santos pertenecen a nuestra familia, la familia de Cristo, y por esta mera razón ellos interceden en nuestro nombre ante Dios. La intercesión de éstos no aumenta en absoluto la de Jesucristo. Todo lo contrario, es el mismo Señor resucitado quien los alía en su propia intercesión. Cuando imploramos a los santos, nos unimos con ellos en su plegaria y proyectamos en nuestras necesidades el ejemplo de su fe, esperanza y caridad. Reconocemos que, en última instancia, el único que puede concedernos lo que pedimos es Cristo.
Esto es precisamente lo que todos los cristianos confiesan al afirmar en el Credo de los Apóstoles que creen en la Comunión de los Santos. La iglesia se compone de un cuerpo místico, cuya cabeza es Cristo, y cuyos miembros son los fieles de la tierra, las almas del purgatorio y los santos del cielo. Rezamos por las almas del purgatorio y, a su vez, los santos del cielo interceden en nuestro nombre ante la misericordia de Dios.
El Segundo Concilio Vaticano enseña que “cuando observamos las vidas de aquellos que han seguido fielmente a Jesucristo, nos hallamos inspirados con un nuevo motivo para anhelar la ciudad que ha de llegar . . . En las vidas de aquellos que compartieron nuestra cualidad de seres humanos y, sin embargo, fueron transformados en imágenes especialmente satisfactorias de Cristo, Dios manifiesta vívidamente a los hombres Su presencia y Su rostro”.
Incorporando en sus propias doctrinas las del Concilio de Trento, el Concilio Vaticano II expresa que “resulta sumamente propio que amemos a los amigos y coherederos de Jesucristo, quienes además son nuestros hermanos y benefactores extraordinarios, que prestemos el debido agradecimiento a Dios por contar con ellos y que en modo suplicante los imploremos y nos valgamos de sus plegarias, su potestad y su ayuda a fin de obtener provechos de Dios por mediación de Su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, quien es nuestro único Redentor y Salvador”.
La devoción personal a un santo
A partir de frecuentes alusiones a las Santas Escrituras y a partir de las enseñanzas de los primeros Padres de la Iglesia, sabemos que es correcto el pedir la ayuda de los santos con el objeto de obtener favores de nuestro Señor. Según S. Jerónimo lo expresó, “Si los apóstoles y los mártires, aún encontrándose en su forma corpórea, pueden orar por otros en momentos en los que todavía se deben ocupar por sí mismos, ¿cuánto más lo harán después de ganarse su coronación, sus victorias y triunfos? . . . ¿Disminuirá su potestad después de haber comenzado a estar con Cristo?”
En consecuencia, la devoción personal hacia cualquier santo en particular, tal como S. Judas, se comprende fácilmente en vista de las doctrinas eclesiásticas referentes a la intercesión e invocación de los santos. Entre los muchos santos a los cuales podríamos acudir en busca de socorro, tenemos la tendencia a escoger a aquellos cuyas vidas o virtudes nos atraigan expresamente. Las madres probablemente acudan a la Santísima Virgen y los padres a S. José; los que en el presente se ven en situaciones “imposibles” acuden a S. Judas.
No obstante, el núcleo de la devoción a los santos radica en imitarlos. Tratar simplemente de emplear la potestad de los santos para interceder por nosotros sin que hagamos cambios en nuestras propias vidas, se opone al propio sentido de venerar a los santos. Uno de los principales motivos por los cuales la iglesia fomenta la devoción a los santos es el que podamos imitar sus virtudes con mayor fidelidad.
Poniendo por caso, al remorar la vida de S. Judas, recordamos la fe y la devoción hacia Jesucristo que él revelaba en su sacerdocio infatigable y sus tribulaciones. Si fuéramos puestos a prueba o si se nos tentase, nuestra devoción a S. Judas nos daría fortaleza y nos conduciría rápidamente a acudir a él para que nos auxiliara. Existen toda clase de razones para creer que nuestra oración sería escuchada.
A fin de dar profundidad y amplitud a nuestra devoción a S. Judas, tenemos que dedicar tiempo en la quietud de nuestros corazones con el objeto de procurar formar una imagen real y viva del Santo en nuestras mentes. El era, ante todo, un ser humano, no un santo de yeso. Contaba con la ventaja del compañerismo auténtico con Jesucristo, aunque esto no le hacía menos humano. Nosotros mismos, igualmente, disponemos del privilegio de tener un compañerismo verdadero con Jesús en la fe, en la plegaria, en la celebración de la Eucaristía y en el servicio a los pobres y a los que sufren, con quienes Jesús se identifica.
Junto con esto, después de la Ascensión de nuestro Señor, S. Judas vivió prolongados años de tribulaciones y dedicación cuando se encontraba en medio de una sociedad aún más abiertamente pagana y profana que la propia nuestra. Las tentaciones a que tuvo que hacer frente no eran tentaciones leves que superara milagrosamente.
Tenía que decir no cuando era difícil decir no. Al igual que todos nosotros, hubo de perfeccionar la vida de gracia dentro de su alma mediante la plegaria y la penitencia. Le fue necesario el aprender a soportar desaires, insultos y críticas en un espíritu de aceptación por respeto a Cristo. Durante todas sus tribulaciones y aflicciones, lo único que le sostuvo fue su perfecta disposición a aceptar la voluntad de Dios. Meditando en la vida de S. Judas podemos aprender mucho acerca del modo en que nosotros, asimismo, seríamos capaces de llevar una vida de santidad.
La devoción sin imitación en realidad no es devoción en absoluto, sino tan solo una burla vana de lo que nuestro Señor tiene el propósito de lograr por mediación de sus santos. Se nos han ofrecido los santos como ejemplos de las formas en que es posible el alcanzar la santidad. En cierta medida, cada uno de ellos ostenta virtudes especiales que nos llaman la atención, algunas veces debido a nuestras propias imperfecciones, y otras porque nos damos cuenta de que las virtudes en cuestión son indispensables si tenemos alguna esperanza de reunimos un día con los santos del cielo para cantar por la eternidad las alabanzas de la Santísima Trinidad.
Esto quiere decir que, especialmente durante la novena a algún santo en particular—durante los nueve días de oraciones y devociones íntimas en los que tratamos de obtener un favor especial por la intercesión del santo ante nuestro Señor—hemos de poner un especial esfuerzo en imitar las notables virtudes del santo.
Las novenas no son un medio rápido de tratar de recibir un favor concreto. Estas constituyen un período de devoción especial a un santo y un tiempo reservado para, mediante la práctica, procurar que las principales virtudes del santo pasen a formar parte de nuestra propia vida espiritual. Percibidas desde esta perspectiva, las novenas pueden jugar un papel importante en nuestro desarrollo espiritual.
El admirable religioso francés, Bossuet, resume la auténtica devoción hacia los santos cuando escribe: “El cristiano debe imitar aquello a lo que reverencia. Todo lo que sea el objeto de nuestro culto ha de constituir el modelo de nuestra vida . . . Siempre ha sido tradición y doctrina de la Iglesia Católica el que la parte más esencial de la reverencia a los santos sea el imitar sus ejemplos”.
La devoción a S. Judas
Es sorprendente que la devoción a S. Judas se diseminara con tal rapidez en los tiempos modernos. En la iglesia de los Padres y en la alta Edad Media, la devoción a los doce apóstoles y a S. Pablo era muy viva. Sus estatuas daban la bienvenida a los fieles en los pórticos de las iglesias y basílicas románicas o rodeaban a Jesucristo en el ábside detrás del altar. Como es de suponer, S. Pedro y S. Pablo figuraron prominentemente en esta devoción propagada a los apóstoles. Pero no fue hasta el último periodo de la Edad Media que algunos santos eminentes recordaron a S. Judas de un modo particular.
El renombrado S. Bernardo de Clairvaux, quien murió en 1153 y al que se declaró Doctor de la Iglesia en 1830, lleva la reputación de haber tenido una ardiente devoción al Santo de lo Imposible.
Otro santo de la Edad Media con gran devoción a S. Judas era Sta. Brígida de Suecia, nacida a principios del siglo XIV y canonizada a finales del mismo siglo.
A Sta. Brígida se la conoce por las muchas visiones que tuvo, las cuales han sido transmitidas a nosotros a través de sus revelaciones. En una de las visiones, nuestro Señor le dijo a la santa mujer sueca que acudiese a S. Judas con muchísima confianza, porque, manifestó el Señor,—De acuerdo a su sobrenombre, Tadeo, el amigable, el caritativo, se mostrará a sí mismo con la mayor voluntad para brindar ayuda—.
En otra de las visiones, Cristo le dictó a Sta. Brígida que dedicara un altar en su iglesia a S. Judas.—El quinto altar—manifestó él, habrá de ser para Tadeo quien, con la pureza de su corazón, sin duda alguna conquistara la maldad—.
Aunque la devoción a S. Judas jamás se extinguió completamente, resulta difícil el seguirle el rastro desde los tiempos de la Edad Media hasta el siglo XIX. Si sólo fuera por el hecho de que S. Judas era uno de los apóstoles, es posible que siempre haya habido cierta forma de devoción pública hacia él, aun cuando a veces no haya estado propagada.
La publicación, en Italia y España, de varios libros acerca de S. Judas durante el siglo XIX indica un interés renovado en la devoción a este santo de tanto poder.
La devoción moderna a S. Judas
La primera manifestación de la veneración pública propagada de S. Judas en el hemisferio occidental tuvo lugar en 1911 en Chile. Allí los Padres Misioneros Claretianos, fundados por S. Antonio Claret en España menos de un siglo antes, edificaron un vasto santuario al apóstol, un santuario que, incluso en la actualidad, continúa atrayendo a muchos suplicantes. Desde este santuario en Chile, la devoción se ha diseminado a todos los países de la América del Sur.
En los Estados Unidos, los Padres Misioneros Claretianos también establecieron un santuario a S. Judas en Chicago, en el año 1929. Se le denominó el Santuario Nacional de S. Judas y fue el primer santuario de mayor importancia dedicado a él en este país.
La historia de este santuario y el modo en que llegó a hacerse realidad, constituye en sí misma una indicación de cómo, en las recientes décadas, ha crecido la devoción hacia S. Judas a través de medios inusitados. En 1923, el padre Claretiano James Tort, en ese momento emplazado en Prescott, estado de Arizona, se encontró con un recordatorio de plegaria a S. Judas e inició su devoción personal hacia el Patrón de los Desesperados o de los que Padecen Tribulaciones. No mucho tiempo después de esto, se le entregó la tarea de edificar en la zona sureste de Chicago la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe. Finalmente, uno de los parroquianos donó a la iglesia una estatua de S. Judas, la cual se instaló en la iglesia el año 1927 junto a una estatua de Santa Teresita.
Al mismo tiempo, se estaba comenzando una novena pública a Santa Teresita para pedir vocaciones y una a S. Judas para pedir ayuda en terminar la iglesia parroquial. La estatua de la Pequeña Flor se situó en el lugar más prominente al frente de la iglesia, mientras que la estatua de S. Judas se puso a un lado.
No obstante, asombrosamente se produjo una afluencia tal de parroquianos que acudían a S. Judas que, al cabo de unos pocos meses, se colocó la estatua de S. Judas en el sitio más prominente. Más adelante ese año, la primera novena pública solemne al santo, la cual finalizó el día de su festividad, atrajo tanta atención que, el último día, a centenares de personas les fue imposible el entrar en la iglesia para los oficios.
Dos años más tarde, en 1929, se erigió canónicamente el santuario y la Santa Sede otorgó oficialmente al Santuario Nacional de S. Judas indulgencias plenarias para muchas festividades a lo largo del año y una indulgencia por cada plegaria que se recitase en el santuario en honor de S. Judas.
Ese mismo año, fue iniciada la Liga de S. Judas. Esta organización cuenta con centenares de millares de miembros en este país y en otras naciones, al igual que representa el interés constante de todas esas personas que sienten devoción por el olvidado santo—a quien ya no se tiene más en el olvido.
Como parte especial dentro de la Liga de S. Judas, en 1930, con el padre Tort como capellán, los agentes católicos de la policía de Chicago formaron la Rama Policial de la Liga de S. Judas, adoptando al patrón de los desesperados como su propio patrón y protector.
Con el transcurso de los años, han brotado muchos otros santuarios y publicaciones en devoción a S. Judas. El padre Joaquín de Prada, CMF, que fue director del santuario, una vez hizo notar que “hoy en día probablemente existan más iglesias en los Estados Unidos dedicadas a S. Judas que a ningún otro santo, con la excepción de la Santísima Virgen”.
Las noticias sobre la devoción a S. Judas nos llegan a los Claretianos procedentes de todas partes del mundo. La continua propagación del interés en el Santo de lo Imposible, el Patrón de los Desesperados o de los que Padecen Tribulaciones, después de más de medio siglo, indica que la mano de la Providencia está desempeñando su labor. El cambio que S. Judas ha fraguado en las vidas espirituales de muchos millares verifica esta creencia.
De nuevo se percibe en el mundo—20 siglos más tarde—el fervor apostólico de S. Judas, con el amplio ejercicio de la devoción pública hacia él que alienta a muchos a recurrir a él y a emular sus virtudes apostólicas. Él representa muchos aspectos para muchas personas. No está muy claro cómo se le dio este título de Santo de lo Imposible, pero la verdad es que S. Judas lo es.
No obstante, no son únicamente los desesperados quienes hallan consuelo y fortaleza mediante la intercesión de S. Judas ante nuestro Señor. El es también el patrón de todos aquéllos que están tratando de imitar su fervor en la predicación de la palabra de Dios en circunstancias apuradas. Es igualmente un patrón de misioneros en situaciones difíciles y de personas laicas que se esfuerzan por enseñar la doctrina con sus palabras y sus vidas en una sociedad profana. Para todos, constituye un modelo de los discípulos de Jesucristo.
Como amigo de nuestro Redentor, es nuestro amigo y, si deseamos la amistad de Cristo, descubriremos que es un intercesor afanoso, ansioso de ayudar a prepararnos para una unión más estrecha con nuestro Salvador, una unión de voluntad que comenzará aquí en la tierra y culminará su realización en la eternidad.
S. Judas, ¡ora por nosotros!
Los claretianos establecieron la Liga de S. Judas en 1929 como una organización sin fines de lucro con grupos comprometidos a continuar los programas claretianos de esperanza y cambio, además de fomentar la devoción de S. Judas en los Estados Unidos. Provee apoyo en las operaciones de varios ministerios claretianos en los Estados Unidos. Los ministerios primordiales son:
- Fomentar y mantener la devoción a S. Judas, el santo patrón de esperanza, a través de los
Estados Unidos; - Justicia social y programas de desarrollo, dentro de comunidades hispanas de alta pobreza urbana
- Publicación de revistas y materiales para ayudar a los católicos en los Estados Unidos vivir su fe hoy en día; y
- Publicaciones de revistas y materiales bilingües para apoyar el ministerio hispano y desarrollar liderazgo en la Iglesia Católica.
La misión de la Liga de S. Judas es el desarrollo de un negocio robusto y un apoyo ministerial de operaciones para estos ministerios claretianos. Esto incluye el crecimiento de la base financiera de fondo y la base de talento para apoyar fuertemente y ampliar los ministerios de esperanza, justicia, educación, servicios sociales, prevención de la violencia, y el desarrollo en las comunidades que los claretianos sirven.